Baisemeaux tendió la mano con agilidad.
En efecto, D'Artagnan sacó dos papeles de su pechera y entregó
uno al gobernador. Este lo desdobló y lo
leyó a media voz, mirando al mismo tiempo y por encima de él a
Athos e interrumpiéndose a cada punto.
--Ordeno y mando que encierren en mi fortaleza de la Bastilla. Muy
bien... En mi fortaleza, de la
Bastilla... al señor conde de La Fer. ¡Ah! caballero, ¡qué
dolorosa honra para mí el teneros bajo mi guar-
dia!
--No podíais hallar un preso más paciente --contestó Athos
con voz suave y tranquila.
--Preso que no permanecerá mucho tiempo aquí --exclamó
D'Artagnan exhibiendo el segundo auto, --
porque ahora, señor de Baisemeaux, os toca copiar este otro papel y poner
inmediatamente en libertad al
conde.
--¡Ah! me ahorráis trabajo, D'Artagnan --dijo Aramis estrechando
de un modo significativo la mano del
mosquetero y la de Athos.
--¡Cómo! --exclamó con admiración éste último,
--¿el rey me da la libertad?
--Leed, mi querido amigo --dijo D'Artagnan.
--Es verdad --repuso el conde después de haber leído el documento.
--¿Os duele? --preguntó el gascón.
--No, lo contrario. No deseo ningún mal al rey, y el peor mal que uno
puede desear a los reyes, es que
cometan una injusticia. Pero habéis sufrido un disgusto, no lo neguéis.
--¿Yo? --dijo el mosquetero riéndose, --ni por asomo. El hace
cuanto quiero.
Aramis miró a D'Artagnan y vio que mentía, pero Baisemeaux no
miró más que al hombre, y se quedó
pasmado, mudo de admiración ante aquel que conseguía del rey lo
que se le antojaba.
--¿Destierra a Athos Su Majestad? --preguntó Aramis.
--No; sobre el particular el rey no ha dicho una palabra --repuso D'Artagnan;
--pero tengo para mí que
lo mejor que puede hacer el conde, a no ser que se empeñe en dar las
gracias a Su Majestad...
--No --respondió Athos.
--Pues bien, lo mejor que, en mi concepto, puede hacer el conde --continuó
D'Artagnan, --es retirarse a
su castillo. Por lo demás, mi querido Athos, hablad, pedid; si preferís
una residencia a otra me comprometo
a dejar cumplidos vuestros deseos.
--No, gracias --contestó Athos; --lo más agradable para mí
es tomar a mi soledad a la sombra de los
árboles, a orillas del Loira. Si Dios es el médico supremo de
los males del alma, la naturaleza es el remedio
soberano. ¿Conque estoy libre, caballero? --añadió Athos
volviéndose hacia el señor de Baisemeaux.
--Sí, señor conde, a lo menos así lo creo y espero --añadió
el gobernador volviendo y revolviendo los
dos papeles; --a no ser, sin embargo, que el señor de D'Artagnan traiga
otro auto.
--No, mi buen Baisemeaux --dijo el mosquetero, --hay que atenernos al segundo
y no pasar por ahí.
--¡Ah! señor conde --dijo el gobernador dirigiéndose a Athos,
--no sabéis lo que--perdéis. Os hubiera
puesto a treinta libras como los generales; ¡qué digo! a cincuenta,
como los príncipes, y habríais cenado
todas las noches como habéis cenado ahora.
--Dejad que prefiera mi medianía, caballero --replicó Athos. Y
volviéndose hacia D'Artagnan, dijo: --
Vámonos, amigo mío,.
--Vámonos --repuso D'Artagnan.
--¿Me cabría la inefable dicha de teneros por compañero
de viaje, amigo mío? --preguntó Athos al mos-
quetero.
--Tan sólo hasta la puerta --respondió el gascón; --después
de lo cual os diré lo que he dicho al rey, es-
to es, que estoy de servicio.
Y vos, mi querido Aramis --preguntó al conde sonriéndose, --me
acompañáis? La Fere está en el cami-
no de Vannes.
--No, amigo mío --respondió el prelado; --esta noche tengo una
cita en París, y no puedo alejarme sin
que se resientan graves intereses.
--Entonces, --dijo Athos, --dejad que os abrace y me vaya. Señor de Baisemeaux,
gracias por vuestra
buena voluntad, y, sobre todo, por la muestra que de lo que se come en la Bastilla
me habéis dado.
Athos abrazó a Aramis y estrechó la mano del gobernador, que le
desearon el más feliz viaje, y salió con
D'Artagnan.
Mientras en la Bastilla tenía su desenlace la escena iniciada en palacio,
digamos lo que pasaba en casa de
Athos y en la de Bragelonne.
Como hemos visto, Grimaud acompañó a su amo a París, asistió
a la salida de Athos, vio cómo D'Artag-
nan se mordía los bigotes, y cómo su amo subía a la carroza,
después de haber interrogado la fisonomía de
los dos amigos, a quienes conocía de fecha bastante larga para haber
comprendido al través de la máscara
de su impasibilidad, que pasaba algo gravísimo.
Grimaud recordó la singular manera con que su amo le dijera adiós,
la turbación, imperceptible para
cualquiera otro, de aquel hombre de tan claro entendimiento y de voluntad tan